A decir verdad, la mayoría del tiempo pueden encontrarme sonriendo y hablando de bromas que hacen mis amigos o acciones divertidas o tontas de los maestros que me imparten clase. Tan es así, que muchos suelen sorprenderse cuando adquiero una postura seria, me quedo callado, y dirijo mi vista a un punto en específico.
Cuando eso sucede, estoy pensando. Si me quedo totalmente sin habla, es porque he recordado o he visto algo que ha llamado profundamente mi atención. Y bueno, aunque muchas veces la gente me pregunta el porqué de mi silencio, generalmente evito externar mis pensamientos.
Esta mañana me pasó algo similar. Debido a la lluvia y a la poca actividad escolar, no fue un día precisamente laboriosos y/o complicado. Para las 12 del mediodía estaba completamente desocupado y, después de despedir a mis amigos que decidieron irse temprano, me decidí entrar a la biblioteca a adelantar un poco mis deberes. Tan pronto estuve adentro de la sala, me invadió un enorme deseo de leer un buen libro. Me invadieron de repente unas ansias por enfrascarme en una buena historia, así que olvidé lo relacionado con mi tarea y me propuse a leer el resto de la mañana, mientras esperaba a mi hermana.
No logré encontrar un libro que atrajera mi atención. De hecho, acabé tomando un pequeño cuadernillo titulado "El diario de Ana Frank". Aburrido. No se me hizo interesante, mucho menos emocionante. Con lentitud regresé a los estantes de exhibición de los libros y dejé el mencionado en su lugar. Revisé los otros títulos disponibles, y me encontré con mi libro favorito desde que comencé la secundaria: "La fuerza de Sheccid". Lo he leído de cabo a rabo ya en innumerables ocasiones, pero supuse que podría hallar algo de diversión y aventura en sus páginas. Lo tomé y me senté bajo el fresco ventilador dispuesto a leer con atención.
Tan pronto comencé a leer, me di cuenta de que era como si leyera una revista vieja: lo había leído en tantas ocasiones, que sabía lo que sucedería y quitaba emoción a la trama. Entonces me puse a pensar en la primera vez que toqué ese libro. Sucedió en mi 1er año de Secundaria, y fue mi primer acercamiento a la literatura, la escritura y los poemas. No. Mentira. Recordé entonces una de las etapas mas bellas de mi vida: cuando descubrí que amaba declamar y escribir, y cuando todavía deseaba participar en un concurso. Mi vista se alejó del libro y, ante un cielo cada vez más oscuro y nublado que se filtraba por la ventana, mi mente me llevó a una época años atrás: a mi encuentro con Eleazar.
Cuando tenía 11 años más o menos, solía ser de los muchachos más listos, participativos y sobresalientes de mi clase. Era un tanto arrogante y solitario, puesto que me juntaba con pocos niños. Un día, antes del festival del día de las madres del 10 de mayo del año en que cursaba mi 4to año de primaria, fui invitado a declamar un poema en el evento. Anteriormente había cantado el himno, había dirigido los honores la bandera, etc., así que había demostrado cierto control con respecto al micrófono.
Me rehusaba a participar en el evento, pero mi madre me dijo que intentara y básicamente me animó a participar. Recuerdo que me presenté aquella tarde de mayo en la 2da planta del colegio, frente a muchas madres de familia que no conocía, y recité un pequeño poema. Nada realmente fascinante, pero lo hice bastante bien. En ese momento, sin embargo, solo di por hecho que había cumplido con lo acordado. Nada más.
Pasó el tiempo y un día el director del colegio me mandó a llamar. Acudí con nervios, pensando que sería regañado o castigado, pues desde pequeño soy en extremo parlanchín y escandaloso. Todo lo contrario. El profesor me invitó personalmente a acudir los sábados a su curso de Oratoria, clase que él personalmente impartía. Me comentó que podría interesarme, y sin mayor atención le dije que tendría que hablarlo con mis padres.
En cuanto les comenté lo sucedido a mis padres, ambos se mostraron interesados y me dijeron que me diera la oportunidad de conocer esa nueva faceta que se me presentaba. No muy convencido, acepté y asistí un sábado cualquiera a mi primera clase.
Todavía lo recuerdo. El director era un hombre sumamente culto. Hablaba con una voz seria y denotaba un vasto conocimiento en las artes. Nos dictaba poesías (así fue como conocí muchas obras, como las de Amado Nervo) y contaba anécdotas de oradores, declamadores y demás personas que se defendían ante un mundo cada vez más complejo con el poder de su voz y sus palabras. Nos explicaba cómo se movían: cómo sus ademanes reafirmaban su postura y su presencia. Una vez incluso nos llevó a un restaurante a desayunar, explicándonos lo importante que era aprender a expresarnos o actuar ante determinado espacio. Aprendí mucho con ese hombre.
Fueron, a decir verdad, pocas las clases a las cuales asistí, pero eso no impidió que me diera cuenta de la capacidad y el deseo de enseñar de ese hombre. Me sentía orgulloso de estar en sus clases, aunque no lo confesara abiertamente. Y sucedió que un día, cuando mi madre acudió al colegio para llevarnos a casa a mi hermana y a mí, nos encontramos en la puerta con el mismísimo director Eleazar. Lo saludé con respeto y alegría, y él me devolvió el gesto. Mi madre después le preguntó por mí, y él contestó con su sonrisa: "Tiene mucha capacidad. Veo cosas interesantes para él. Tal vez un concurso. Luego lo veré con él". Me sentí sumamente orgulloso. Me sentí muy bien. Aunque un poco nervioso, empecé a imaginar la posibilidad de participar en un certamen de declamación. Sabía que implicaba esfuerzo y dedicación, pero estaba seguro de que con el profesor guiándome, ganaría. Esa fue la 1ra ocasión en que por desición propia tuve el impulso de participar en un concurso.
Poco tiempo después, Eleazar falleció. Como era pequeño todavía, poco supe de las razones de su muerte. Lo cierto es que con su partida muchas cosas cambiaron. El puesto de director lo tomó otro hombre. Un anciano codicioso y a decir verdad poco confiable. Y no sólo eso. Sin maestro, el club de Oratoria desapareció. No hubo ya, en el tiempo en que terminé la primaria, otro intento por reavivar esa interesante faceta en la escuela.
No volví a recitar por un tiempo. Dejé de pensar en los certámenes. Eleazar ya no estaba, y él era la razón por la que había empezado a inclinarme en todo aquel arte. No tenía sentido ya.
Tiempo después, sin embargo, una maestra me mandó a llamar. Tan pronto estuvimos solos, me preguntó si estaba interesado en declamar en el siguiente evento del día de las madres. Me rehusé. Me dijo que lo pensara y hablara con mis padres y que, si me decidía a participar, buscara posibles poesías. Dije que sí desganado. No sé si ella lo notó.
Cuando hablé con mi madre al respecto, me dijo que participara. Le dije que no tenía ganas. No me comentó nada ya, pero se dedicó a buscar poesías en Internet. Ahora veo que su intención siempre fue hacerme participar, y lo demostraba mostrando un gran interés en todo aquello. Ahora bien, aunque yo había dicho que no participaría, mi madre me dio 2 posibles poesías para mostrarle a la maestra. Una de ellas era sumamente larga (2 hojas llenas de texto), y desde que me las dio mostró predilección por ella.
Cuando se las enseñé a la maestra, me di cuenta de dos cosas: primero, de que al parecer estaba ya dado por hecho que participaría. Segundo, ella también mostró predilección por el discurso más extenso, así que me dijo que lo empezara a practicar. Demonios. Ese no era mi plan.
Recuerdo que practicaba algunas horas con esa maestra el poema, pero sinceramente no lo hacía con energía o verdaderas ganas. No, no y no. El tiempo se agotaba y sabía que, si no la aprendía, alguien más tomaría mi lugar. Todo siguió así hasta el fin de semana en Veracruz.
Mi tía Adi, hermana de mi padre, nos invitó a pasar un fin de semana con ella en su departamento de Veracruz. Recuerdo que nos fuimos en camión un viernes en la tarde, llegando allá entrada la noche. Para mi sorpresa, mi madre llevaba las hojas del extenso poema, y me dejó en claro que al final de aquel fin de semana el poema me lo habría aprendido. Ajá, dije. Sí, era muy terco, pero algo me impedía volver a declamar.
Recuerdo muy bien el sábado siguiente. Mi tía nos dijo que más tarde saldríamos a pasear, pero nos pidió quedarnos en la mañana en el departamento mientras se hacía cargo de unas cosas del trabajo. Mi madre aprovechó todo aquello y se metió conmigo en uno de los cuartos. Cerró la puerta y se puso a practicar conmigo. Practicar, practicar, practicar. Para mi sorpresa, me recordó a alguien. Me enseñó los ademanes que le parecían más adecuados, me enseñó de forma simple y divertida muchas de las palabras más complejas del poema. Me señaló mis errores de habla y postura, y juntos, para aquella tarde, habíamos terminado de planear aquél poema. Para el domingo en la noche que regresamos a casa, el poema estaba listo.
Pasaron los días y por fin llegó el día del festival. Y así, en el Club de Leones, frente a un gran público, declamé de nuevo. Lo hice con tranquilidad y alegría, sabiendo donde estaba y con quien. Realicé los ademanes con fuerza y energía. Puede llegar a oírse pretencioso, pero sé que lo hice excelente. Y lo sé no por las mujeres que se pusieron de pie y aplaudieron con fuerza cuando terminé, sino por una sola. Una que se llevó toda mi atención. Sentada en las primeras filas, con una cámara en mano y ojos brillantes. Era mi madre, quien lo presenció todo orgullosa: halagada. Entonces supe que lo había hecho mejor que bien.
Al bajar del escenario, personas desconocidas me dieron palmadas en la espalda, felicitándome. Yo sólo pensaba en dos personas a las que debía agradecer. Mi madre, por interesarse y estar allí conmigo, y Eleazar: quien me enseñó que tenía un peculiar talento, y de quien estaba seguro, estaba bien y lo había visto todo.
Todo eso vino a mi mente esta mañana, mientras el aire y la lluvia empezaban a hacerse presentes...
awwwww que BOONITO ME ENCANTO CASI CASI LLORO CON LA PARTE DE LA PRIMERA FILA DONDE ESTAVA TU MAMA T.T (: SOi W(:
ResponderEliminarHERMOSO...... simplemente, me encanta tu forma de escribir conde, fue esta entrada EXTRAORDINARIA
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