MerryGoRound

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lunes, 6 de febrero de 2012

La última ruleta del carrusel

Hace algunas horas mi santo ha terminado oficialmente. Al fin soy un adulto de 18 años de edad, y debo admitir que estoy aterrado y emocionado al mismo tiempo. Tengo muchos sueños, metas e ideas de lo que debe ser mi vida, y vivo en constante choque con lo que la gente espera de mi, lo que cree que debo hacer y lo que yo creo entender que debo emprender. Vaya que es una sensación extraña.

Hace dos días me pasé la tarde jugando cosquillas con mi hermano, jugando ajedrez, cartas de Yu-gi-oh! y viendo "Malcom in the Middle" de cabeza en la sala de mi casa. De lo más normal si me lo preguntan. Es lo que haría cualquier joven. Pero este domingo he alcanzado la mayoría de edad, y contrario a lo que podría pensarse, sigo viéndolo como algo normal. Después de todo, más que ser normal lo veo como algo fácil, divertido y entretenido. Porque de eso se trata ser un niño o un adolescente: de hacer cosas que los adultos creen ya no poder hacer, de ser infantiles, de no tener tacto, de caerse y llorar por conseguir heridas; ser joven se fundamenta en no pensar como lo hacen los adultos. No pensar en la economía del hogar, en el trabajo, en la política o los planes para el futuro: básicamente se vive cómodamente el día a día mientras pensamos en nuevas maneras para reír y divertirnos.

Pero poco a poco crecemos, y es evidente que la vida no son solo juegos, televisión o sonrisas bonitas. Existen responsabilidades, obligaciones, orgullos, egoísmos, egolatrías y ambiciones. Y para mí es entonces cuando empezamos darle paso al crecimiento, pues es entonces cuando vemos más allá de lo que sucede en nuestra persona. Nos detenemos a pensar en lo que sienten, odian, aman u opinan nuestros padres, maestros, vecinos o amigos. En ese momento nos enfrentamos a un reto duro, cruel e impasible: el encontrar nuestro lugar en este mar de gente que llamamos sociedad. Porque poco a poco habremos de darnos cuenta de una verdad cruda: no hay manera de tener contentos a todos con nuestras decisiones. Y es que si no somos demasiado jóvenes como para entender, somos demasiado estúpidos como para ver más allá de lo evidente o incluso lo pensamos demasiado. Es eso lo que suele decir la gente. Es decir, de alguna u otra forma hemos de aprender a abrirnos paso entre una sociedad que quiere vernos grandes, pero encima de un banco pequeño. Uno que les resulte cómodo y beneficioso. Pero no todos piensan así, y es aquí cuando otra duda interviene en nuestro crecimiento: ¿a quién debemos escuchar? Pues mientras unos nos regalan rosas, otros nos avientan cubetazos de agua y otros cuantos desean enseñarnos a sembrar semillas de diferentes características. 

Mi padre suele decir que debo aprender a construir mi propia manera de pensar, de ver la vida, de pelear y dar la cara a todo aquello a lo que deba enfrentarme. Mi madre me lo repite siempre que hablamos. Cierto, pero de alguna u otra forma mi forma de ver la vida se basará en gran medida de la manera en que aprendí a vivir de acuerdo a mi familia, a casa, a mi hogar. Pues en este lugar he sido yo mismo, pero también he sido miembro de una estructura. Bella y compleja, como sólo la familia puede serlo.

Entonces, retomando el tema principal y que me llevó a escribir esta bella madrugada, el día de hoy, en este momento, me siento tan ignorante e indeciso como lo habré estado cualquiera de los días del mes pasado. Lo sé: no debo esperar que la madurez llegué como el foco que se enciende sobre la cabeza de los chistosos personajes de las caricaturas, pero en un lapso de tiempo corto muchas personas me han hecho la misma pregunta ¿Qué se siente ser un adulto?  Y mi respuesta ha sido la misma desde la primera vez: Nada, todavía nada. Pero, en el fondo, las cosas están cambiando. Pero no a partir de estas fechas, sino de algunos años para acá. Porque ahora pienso en mi carrera, porque me pregunto porqué estoy aquí. Porque me he estado preguntando qué camino debo seguir, porque empiezo a ver más allá de mi mano y me emociona en exceso lo que veo, pero me frena la sensación de enfrentarme al error. 

Hace poco una persona a la cual en verdad estimo nos dijo a mis amigos y a mi: Ustedes son débiles. Me enfureció el escucharlo hablar así. ¿Quién se creía él para hablar así? ¿Es que acaso él no le temía a nada? ¿Es que acaso él lo sabía todo? Pero me he dado cuenta de que, sin tener la razón, afirmó algo cierto. Efectivamente, somos débiles. Imperfectos, variantes de pensamiento e incapaces en algunos momentos de enfrentarse a una pared sin cimientos. Pero ello no es una desventaja, pues ser débil nos hace enfrentar aun más pronto las amenazas para con lo que amamos, y es entonces cuando se debe tomar una decisión; o nos convertimos en personas más fuerte o seguimos con la cabeza gacha, avergonzados de ser lo que somos. Y, personalmente, quiero mi cabeza bien alta. Quiero sonreírle a toda aquella persona que desee estar a mi lado, quiero compartir la manera en que vivo mi vida y quiero, por sobre todas las cosas, proteger todo aquello que tanto amo, empezando con mi gran familia (que ha crecido conforme conozco a más y más personas) y terminando con mis promesas, mis sueños e ideales.

Es por ello que esta noche, ahora que lo pienso, no debo sentir nada extraordinario en realidad, porque la mayoría de edad la he estado buscando desde hace tiempo, y estoy seguro de que ni siquiera he divisado una pequeña parte de su extenso significado. Pero no hay prisas. Todo, como me aconsejaron hace poco, se dará a su tiempo, sin prisas ni carreras, y será mi decisión aceptar o rechazar las respuestas que me dé la vida, más no hacerlas a un lado. Después de todo, si algo he aprendido yo, César Salvador Conde Cruz, es que puedes aprender cualquier cosa de un evento insignificante para muchos. Todo depende de qué tan abierto estés a lo que es, en opinión de muchos, diferente.

Karely: en verdad espero que nos veamos allá adelante tal y como lo escribimos en este momento de nuestras vidas. La madurez, te doy toda la razón, no se basa en algo tan banal como la edad, sino en las experiencias vividas y lo mucho o poco que se aprenda de ellas. Seamos niños de corazón siempre, jamás olvidemos que fuimos jóvenes insensatos y nunca, nunca dejemos de soñar como en nuestra infancia lo hicimos: la vida de los seres humanos siempre se ha basado en ello. En soñar alto, muy alto, y abrazar con fuerza todo aquello que con pasión y entrega nos llevara a nuestra meta. En verdad, gracias amiga, espero con ansias el vernos allí. Aquel lugar que llamamos futuro, sin tener en este momento un nombre preciso para él. 


César Salvador Conde Cruz
06 de Febrero del 2012. 3:10 de la mañana

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