MerryGoRound

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domingo, 8 de enero de 2012

Eduardo, Lucy, Mónica, Eduardo: sobre sus cuatro pilares descansa mi alma, y al mismo tiempo sobre mis hombros descansa parte de su existir. No encuentro palabras para describir lo bello que es pelear y vivir día a día a su lado. No tienen idea de lo mucho que los amo.

Alejandro, Fermín, Daniel, Monserrat: sus sonrisas son un tesoro, su compañía un regalo inigualable y su amistad, su amistad no puede ser descrita. Es demasiado perfecta como para siquiera merecer palabras. Gracias por encontrarse conmigo, cada uno en su momento. Gracias por existir. 


Pero, amada mía, esto debe quedarte claro y nunca debes olvidarlo: el mundo sigue siempre, siempre girando, y poco le importan los deseos o sueños individuales...


Abrió los ojos. Se encontró de repente frente a decenas de automóviles que circulaban frente a él. Pasaban uno tras otro, cual bólidos. No sabía donde se encontraba, pero al observar sus zapatos perfectamente boleados, se percató de estar sobre la acera que conducía a la preparatoria de sus hermanos mayores. Estaba justo en la esquina, a un lado del pequeño local donde dos adultos planchaban varias prendas de ropa sin prestarle atención. El chico se sintió tranquilo al identificar su paradero. Sabía perfectamente el camino a casa desde allí. El primer paso era, obviamente, tomar un autobús o un taxi.

Se acercó lo más posible a la orilla de la banqueta, pero retrocedió al darse cuenta de la gran velocidad con la cual pasaban frente a él los automovilistas en sus máquinas. Muy apurados debían estar, pensaba. Tal vez debían ir a comer con sus familias, o recoger a sus hijos de escuelas y guarderías. Fuera cual fuera la razón, todas las personas avanzaban con prisa, incluso los peatones que pasaban tras él. No pudo reconocer a nadie.

Justo cuando divisó un taxi que adornaba su parabrisas con un letrero de plástico que comunicaba la ruta que el conductor debía seguir, una muchacha de igual estatura se detuvo a su lado, pero él no se dio cuenta. Estaba escuchando música, pero no se percató de ello hasta que vio a la chica intentando cruzar la gran avenida. Estaba ella casi a la mitad de su camino cuando un gran autobús apareció muchos metros atrás, a su izquierda. Sobresalía de entre el mar de vehículos que intentaban circular unos sobre otros. El conductor del vehículo parecía haber perdido el control de la máquina, pues no disminuyó su velocidad incluso después de observar a la joven a escasos metros frente a él.

Percatándose del peligro que corría su amiga, el chico se abalanzó tras ella, intentando alcanzarle mientras su audífono izquierdo caía de su oreja e iba a dar con el pavimento. Faltaba poco para alcanzarla, un metro, medio metro, y apenas llegó a su lado, sin pensarlo, sin dudarlo, la empujó con todas sus fuerzas hacia la orilla de la calle. Alcanzó a escuchar que ella gritaba su nombre. Lo último que vio fue el enorme camión frente a sus ojos, el cual llegó hasta él como un toro furioso, dispuesto a asesinarlo. 

Kizblack
Capítulo I: Identidad. 

Despertó asustado y bañado en sudor. Tomó sus anteojos del pequeño mueble que hacía de librero junto a su cama y lo primero que hizo fue mirar el reloj de su teléfono celular negro. Eran las 5:32. Se recostó de nuevo, intranquilo. No entraba luz por su ventana, pero a lo lejos se observaban algunos focos que hacían menos oscura la madrugada. Escuchó sonidos en el baño: sin duda alguna su hermana mayor se había levantado ya. Probablemente estaba tomando un baño, tras el cual se dirigiría a la universidad. 

Se sentía acalorado y mareado. Se levantó y aumentó el nivel de velocidad del ventilador con el pequeño control que estaba bajo su almohada. Segundos después se sentó en el borde de la cama, con los pies todavía descalzos. De su frente todavía bajaban gotas de sudor. Había sido una pesadilla, una tonta pesadilla. Pero no era una pesadilla cualquiera, no. Para Edward Crowler, aquella pesadilla era común denominador de sus noches de sueño desde hacía varios meses. Nunca lograba descifrar quién era aquella muchacha, o porque siempre acababa lanzándose a salvarla. En ninguna ocasión había hecho otra cosa, como intentar correr o pedir ayuda. Siempre se lanzaba tras ella, dispuesto a rescatarla.

Edward observó la foto que adornaba su librero. En ella sonreían cinco rostros, cada uno de complexión y rasgos diferentes, pero con un gesto alegre familiar al mismo tiempo. Su familia. Su padre, Hob, abrazaba a su esposa Lilly, mientras ambos sonreían desde atrás de sus tres hijos. Apretó los dientes. Sus hermanos lo abrazaban, uno a cada lado. Por la izquierda, Lizeth sonreía mientras su vestido color miel parecía ondearse por una repentina ráfaga de viento. Pero era la persona que se hallaba a la derecha del joven quien parecía el más feliz de entre todos. Aquél muchacho regordete, de lentes gruesos y acabado cuadrado, era su hermano mayor, Caesar, de entonces 17 años. La imagen mostraba uno de los mejores viajes familiares que Edward recordaba haber vivido. En aquella ocasión, Hob había convencido a todos de ir a la playa en medio del desayuno de un domingo cualquiera. Pese a las excusas y al límite de tiempo, la familia entera planeó rápidamente el viaje con gran entusiasmo. Ida y vuelta a una playa cercana de la ciudad. 

Aquella foto era uno de los grandes tesoros que el joven Edward poseía. Era ella la prueba de una vida que acabó un 28 de marzo: el día en que su hermano mayor perdió la vida. Una parte de su infancia que extrañaba con todo su corazón. Su hermano perdió la vida en medio de un accidente automovilístico. El estúpido joven (en opinión de Edward) intentó salvar la vida de un peatón que imprudentemente cruzó la calle y murió al intentarlo. Era ese el detalle que tanto molestaba a Edward desde hacía algún tiempo: era exactamente aquél escenario el que él soñaba noche tras noche. Al principio no le dio importancia. El trauma, la enorme pena y la ira contra el recuerdo de su hermano habían sido los principales detonantes de aquel extraño sueño, eso era lo que solía pensar. Pero pasados dos o tres meses, se percató de un curioso detalle: en todas las ocasiones, sin excepción alguna, era él el protagonista del accidente. No su hermano, sino él. Siempre él. 

El ruido de la puerta de su habitación al abrirse sacó al joven Edward de sus pensamientos. Su atractiva hermana de 20 años, Lizeth Crowler, entró y, tras observar a su hermano ya levantado, sonrió.
-Me alegra ver que ya te has levantado -empezó con una voz que se debatía entre la tranquilidad y la prisa-.
-No he dormido mucho, al fin y al cabo -sentenció con un susurro Edward-.
Su hermana notó lo dura que era su voz y se sintió preocupada. Fingió naturalidad.
-Supongo que es por la fecha, ¿no es así?-.
El joven dio un respingo y miró a su hermana a los ojos. Lo había olvidado por completo. Era 5 de febrero. 
-Lo había olvidado por completo Liz -respondió sinceramente el muchacho-.
-Hoy  hubiera cumplido 22 años, ¿verdad? Sería ya todo un hombre -dijo su hermana mientras tomaba la foto del mueble y le observaba con cariño-. 
-¿Mamá se ha levantado ya? -preguntó de improviso Edward-. No quiero verle tan temprano el día de hoy. Siempre se pone melancólica en esta fecha.
-No es para menos Ed -la joven depositó la fotografía en su lugar sin verle la cara a su hermano- era su primogénito.
Edward asintió. Desde la muerte de su hermano, cinco años atrás, a la familia le había costado mucho recuperar la tranquilidad y alegría tan típica dentro de su hogar. De hecho, el joven se preguntaba si en verdad la habían recuperado. Su madre y su padre ya no eran los mismos: lloraban por las noches al menos una vez cada 3 meses mientras recordaban a su hijo. Era por ello que Edward pensaba que la forma en que su hermano mayor había muerto era estúpida, pues había abandonado a cuatro personas que le amaban y necesitaban con locura por la vida de un peatón cualquiera. Una compañera de su clase, según le habían dicho meses después de la tragedia. Jamás le interesó conocer su nombre. No valía la pena.

-Es mejor que te bañes y te cambies deprisa. Papá se irá temprano hoy, y seguramente querrá el baño para su uso personal en unos treinta minutos más -le advirtió Lizeth, sacando al joven por segunda vez de la enorme ola de recuerdos y nostalgia que le invadían cada vez que escuchaba hablar de su hermano-. Dejaré el desayuno en el horno de microondas, para que puedas recalentarlo.
-Esta bien, muchas gracias -terminó Edward la triste conversación-.

Ocho horas después, un silencioso y distraído Edward se hallaba sentado en el último asiento de su clase de química. La misma lo había aburrido apenas había empezado, y las pésimas aptitudes de enseñanza de su profesora habían acabado por matar el poco interés que los tópicos estudiados podrían haber podido causarle. Faltaban escasos 7 u 8 minutos para que la clase acabara, y se moría de ganas por reemplazar el ruido de las estúpidas conversaciones sobre sexo y juegos de vídeo de sus compañeros por música de su teléfono celular. Era esa una de las cualidades que compartía y había heredado de Caesar: el enorme amor por un par de audífonos que le cubrieran sus oídos y lo llevaran lejos a través de los recuerdos o la imaginación. 

Edward Crowler tenía 16 años de edad y estudiaba el primer año de la preparatoria en la misma escuela que sus hermanos habían pisado algunos años atrás. Era por ello, o al menos eso creía, que la conocía perfectamente. Cada rincón, atajo, camino posible o salón de clases era bien conocido por el muchacho, quien aprovechada dicho conocimiento para ocasionalmente burlar a sus profesores o llegar a tiempo a cada clase. No tenía amigos, puesto que su actitud alegre y parlanchina se había esfumado poco a poco después del accidente de Caesar, pero era muy atractivo para las chicas de su edad. Su cabello corto y oscuro, sus grandes ojos color café, su estatura alta y postura recta y bien definida, y sus delgadas gafas color negro grisáceo, le daban una apariencia seria y culta. Era además muy listo, las materias no eran problema para él. Le gustaba jugar ajedrez ocasionalmente y beber soda frente al enorme campo que la escuela ofrecía. Era, sin duda, un joven misterioso e inteligente.

El timbre que anunciaba el final de la jornada por fin sonó. Edward no perdió tiempo y, tras tomar su mochila y cerciorarse de no dejar nada en su asiento, salió rápidamente del aula con la intención de llegar lo más pronto posible a casa y encerrarse en su habitación. Sin detener su paso, pasó por la entrada principal de la institución educativa y, tras echar un último vistazo a la escuela, siguió adelante. Era viernes por la tarde. No volvía a la escuela hasta la mañana del lunes siguiente. Lamentaba un poco no tener una clase más interesante por la cual quedarse. Con seguridad la familia querría ir al cementerio a visitar la tumba de su hermano, y como él no tenía ganas de hacerlo, cualquier excusa escolar le hubiera servido como justificación. Lo lamentaba tan sólo un poco. 

Tanto pensaba en ello, que no se percató de que estaba a punto de llegar a la misma intersección que protagonizaba sus noches de sueño. Al hacerlo, una sensación de angustia recorrió su cuerpo, mientras se detenía a observar el punto exacto en que siempre comenzaba la escena. Se aproximó al lugar y observó su alrededor. Coches, peatones y prisas. Todo parecía seguir el mismo patrón. Apretó los puños. ¿Qué significaba aquel sueño? ¿Tan grande era la necesidad de volver a ver a su hermano? Había sido un idiota al abandonarlos, después de todo. ¿Entonces por qué cuando pensaba en él su pecho le dolía y las lágrimas amenazaban con hacerse presentes? ¿Por qué había tenido que dejarlos?

De repente, una chica de larga cabellera color caoba se detuvo a su lado y, tras susurrar algo, se adelantó y corrió a través de la calle. Edward no dio crédito a lo que veía, aquella joven parecía estar a punto de suicidarse. La joven entonces se dio la vuelta y, tras mirar a los ojos asustados del muchacho, esbozó lo que parecía una pequeña y casi imperceptible sonrisa. La chica había murmurado una frase de cuatro palabras. Una simple frase sin valor alguno, que sonaba a reto, a desafío, a burla. "¿Lo harías de nuevo?". Obviamente se refería a su hermano.

De improviso, el sonido del claxon de un auto aproximándose le hizo olvidarse todo. Dejó caer todo lo que cargaba en ese instante y se lanzó tras la chica. Corrió como nunca había corrido, furioso con la estupidez de la gente y aterrado por el atrevimiento de aquella loca mujer. El automóvil color verde estaba a punto de atropellarlos, estaba cerca, muy cerca, estaba a punto de estrellarse con los jóvenes, cuando Edward, con toda la energía que su cuerpo le permitía usar, se lanzó con la chica al otro lado de la calle, mientras se aferraba a su delgada cintura. La máquina pisó el pavimento que acababan de abandonar apenas un cuarto de segundo después.

Respiro rápida y torpemente, agitado y agotado hasta el cansancio. La muchacha, todavía entre sus brazos, temblaba. Edward supuso que era presa algún tipo de ataque de pánico, pero al quitar el pelo de su cara, sorprendido notó que ella reía. Era la suya una risa alegre, sincera y contagiosa. 

-¡Así que lo has hecho otra vez, como era de esperarse!-.
-Estúpida, ¡estuviste a punto de morir! ¿Pero qué demonios estabas pensando? -soltó exasperado Edward-.
-Sabía perfectamente que me rescatarías, Caesar -respondió con dulzura la chica-.
Edward se sorprendió.
-Ese no es mi nombre, seguramente estás drogada -sabía el nombre de su hermano. ¿Quién era esa chica?-.
La chica se puso de pie con gran agilidad y, tras echar una ojeada a sus prendas, le ofreció la mano a Edward para ponerse de pie.
-No necesito estar drogada para saber que tu nombre es Caesar Crowler, el hombre cuyo acto desinteresado y justo cautivó a los dioses, y al cual le fue concedido el don y maldición de la inmortalidad a través de la resurrección en el cuerpo de otro ser humano-.

Ending: Sunset Swish - Mosaic Kakera

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